El
suelo bañado en sangre. Pronto, la casa en llamas. Mis brazos se entumecen…
Quema. Quema.
_
Quema_ gimo, sin darme cuenta.
Entonces
todo desaparece y es de noche. Un hombre de negro, con capucha. Ojos verdes…
Una
mano se aferra a mi brazo y me sacude tan solo una vez, tan bruscamente que
despierto sobresaltada. Abro los ojos y lo veo, agachado frente a mí, esta vez
sin capucha. La luz del sol lo ilumina por completo y esta vez puedo apreciar
su rostro: los ojos verdes que ya había observado, una nariz recta, labios rosa
pálido y piel nívea. Leva el cabello a la altura de la nuca y un par de
mechones caen en su rostro, completamente negros en contraste con su piel.
Me
observa de un modo extraño, que en un principio no comprendo. Odio. Hay odio en
sus ojos y, asustada, me pregunto si he hecho algo para molestarlo. Pero no es
odio hacia mí, es, simplemente, odio; un odio profundo tras sus ojos verdes que
aparenta haber estado allí por muchos años.
Entonces
reparo en lo que debió llamar mi atención primero, como por ejemplo la cuerda
que sujeta mis manos entre sí y continúa hasta enrollarse en su brazo derecho.
Intento retirar una de mis manos, desatarme, pero sólo consigo irritarme la
piel; lo miro, expectante y me devuelve la mirada, expectante. ¿Espera que
grite o intente correr? ¿Debo preguntarle quién es y qué quiere? Sí, debería
gritar y pedir ayuda, tal vez… Pero no me animo, no consigo hacer ninguna de
esas cosas. Siete años sin hablar es mucho tiempo.
Me
observa, entre curioso e incómodo, y aparta la mirada mientras se pone de pie.
_
Voy a llevarte al castillo_ dice, tirando de la cuerda hacia arriba. Me despego
del suelo, levantándome, pero, en el momento en que sus palabras toman
significado, me dejo caer de nuevo, asustada.
Niego
con la cabeza, suplicante. “No puedo ir al castillo” quiero decir “Le prometí a
mi padre que me mantendría con vida”, pero de mi boca no sale nada. Se agacha
frente a mí, una vez más, y tira de la cuerda, acercando mi cuerpo al suyo.
Sonríe con crueldad, pero sin diversión alguna en su mirada. Mirando sus ojos
tan de cerca, me estremezco; son hermosos por fuera, pero parecen ocultar,
detrás, una historia terrible. Aún así, no aparto la mirada, no puedo; sus ojos
atraen los míos, como imanes. Un deje de incomodidad lo atraviesa fugazmente.
_ Mira,
tienes dos opciones: podemos caminar hasta allí_ dice, tirando otro poco de las
cuerdas_ o puedo arrastrarte. Es un viaje largo y, dentro de lo posible,
prefiero no tener que hacerte daño.
Me
estremezco con esa última frase, pues deja entrever que está mintiendo. Puedo
ver claramente que no le importa, ni a nadie más, que llegue en una pieza; aún
así, intento tranquilizarme, confiando en que deba llevarme con vida. “Aún
puedo escapar” pienso, “Tal como el dijo, es un largo viaje”.
Se
pone en pie y tira de mí hacia arriba, dando media vuelta y comenzando a
caminar; aún no consigo mantenerme de pie y, cuando él avanza, caigo al suelo. Aún
así, sigue caminando sin siquiera voltearse y me arrastra con una facilidad extraña,
como si yo no le pesara en lo más mínimo y sólo estuviera arrastrando un trozo
de tela. Pero yo sí lo siento y pronto mi piel comienza a rasgarse, atravesando
el suelo húmedo del bosque, las raíces, arbustos, espinas… Intento ponerme en
pie, pero con esa velocidad tan sólo consigo apoyar un pie en la tierra y luego
caer una vez más. Quiero pedirle que se detenga, que aguarde un momento y, sin
embargo, guardo silencio como tantas otras veces.
Al
poco tiempo vuelvo a intentarlo, completamente adolorida, y esta vez me da la
sensación de que, por un fugaz momento, aminora la marcha, dándome una leve
tregua. Consigo ponerme de pie y, como puedo, intento seguir su ritmo, viéndome
obligada a correr unas dos varas cada tanto para no volver a caer.
Camino
detrás de él y hago lo posible por que la distancia entre nosotros no se haga
demasiado grande, aún si me cuesta bastante seguir su ritmo. Poco a poco, la
esperanza de conseguir una vía de escape empieza a marchitarse, sin desaparecer
del todo. Miro a mí alrededor y busco algún medio de escape, dubitativa. ¿Qué
puedo hacer? Estoy segura de que no seré capaz de vencerlo y, de todas maneras,
no me animo a intentarlo; tengo que buscar un modo de distracción, algo con lo
que poder desatar mis manos. “Esta noche” pienso, “Esta noche lo intentaré
mientras él duerma”.
Me
imagino a mí misma en una de las tantas cuevas que hay en el boque, rasgando la
cuerda que sujeta mis manos mientras él duerme. Lo consigo y el miedo aumenta
en mi cuerpo; aún así, al ser producto de mi imaginación, corro sin problemas,
adentrándome en la cueva para buscar otra salida, puesto que por algún motivo
que mi mente no procura inventar, no consigo salir por donde entré. Corro y
allí, al otro lado de la cueva, encuentro un hueco. La esperanza crece en mi
pecho y, como quien está a punto de cumplir una gran meta, una que puede salvar
su vida, intento pasar por el hueco. Entonces una mano en el hombro me detiene
y, cuando me volteo para ver sus ojos verdes clavados en mí, crueles, algo
filoso se introduce en mi pecho, desgarrándome. Quiero gritar, pero de mi boca
solo mana sangre. Luego un fino hilo cae de mi nariz y, por último, la veo
expandiéndose en mi pecho, como una maldición; una mancha que no para de
crecer, increíblemente roja. De pronto, todo arde en llamas.
Pestañeo
un par de veces, con el terror subiendo por mi garganta. Admiro mi capacidad de
soñar pesadillas incluso despierta e intento pensar en otra cosa. Vuelvo a
mirar a mí alrededor, ese verde que tantas otras veces calmó mi miedo y me hizo
sentir en casa, buscando alguna compañía. Por un momento, tengo la absurda
sensación de que los árboles me observan compasivos. Desecho la idea de mi
cabeza y, cuando empiezo a rezagarme un tanto, le observo caminar. Miro sus
piernas en movimiento, aparentemente capaces de mantenerse días así; su espalda
erguida, cubierta por la capa; y su cabeza gacha, como si observar el suelo
fuese necesario para no caerse. Admiro su cabello, brillante y, aunque lacio,
descuidado; tan negro como la oscuridad que baña la noche. Cada tanto, puedo
observar como cae sobre su rostro, en sus mejillas.
Intento
pensar en él como un humano, como uno más de los que habitan este mundo, y no
como la persona que me llevará a la muerte. ¿Quién podía ser tan cruel como
para llevar tal trabajo? ¿Y qué lo había hecho así? “La gente no nace cruel
¿verdad?” me pregunto, intentando imaginarlo de crío. No lo consigo y, como si
pudiese saber que lo estoy observando, se ciñe la capucha bruscamente.
Bajo
la mirada y sigo su ejemplo, observando las huellas que él deja en la tierra
mojada. Me mantengo así un buen rato, sin llevar noción del tiempo,
acostumbrándome al ritmo constante y a mis piernas entumecidas. Pero aún si voy
con los ojos fijos en el suelo, mi mente se mantiene distante, por lo que no
reparo en la raíz de árbol que sobresale de la tierra y, casualmente, mi pie se
sitúa por delante de ella y, sin poder avanzar como estaba previsto, se dobla y
todo mi cuerpo pierde el equilibrio. Caigo una vez más, pero en un principio no
siento nada al ser arrastrada; el dolor que se expande en mi tobillo izquierdo
nubla mi mente por completo. Mis ojos se humedecen y teso la mandíbula,
conteniendo un chillido. Es un dolor agudo y muy intenso, que abarca
principalmente el tobillo y, a menor escala, el resto del pie.
De
pronto, me detengo. Miro hacia delante y levanto la cabeza, observándolo. El
sol de media tarde le pega de lleno en su espalda, por lo que, aunque puedo ver
que está vuelto hacia mí, no consigo ver sus ojos. Veo su cuerpo, su silueta,
resaltada por la potente luz solar e intento buscar su mirada, con mis ojos
entrecerrados. Por un momento, contengo la respiración.
_
Levanta_ dice, irritado.
Me
apresuro a incorporarme, intentando no apoyar el pie izquierdo, mientras una
extraña gratitud resuena en mi mente. Se voltea y continúa caminando, sin
disminuir la velocidad.
Caminamos
un buen rato y, gradualmente, ya no siento nada. Vuelvo a caer otras dos veces
y, en ambas, él se detiene sin voltearse, dándome una fracción de segundos para
levantarme. Ya no me duele. Todo mi cuerpo se siente extraño y mi pie izquierdo
falla cada tanto al apoyarlo, pero el dolor ya no lo siento. “Probablemente
duela mucho más cuando me detenga”, pienso “Si es que en algún momento lo
hago”.
En
algún punto del camino, cuando está cayendo el sol y el color del crepúsculo
baña el oeste por completo, mis ojos se llenan de lágrimas. No siento el más
mínimo enojo o rencor, pero de pronto una inmensa tristeza e incluso un dejo de
auto compasión me inundan, como una ola que sube por mi pecho hasta mi garganta
y se queda allí, en un nudo de agua, provocando que mis ojos se humedezcan. “¿Por
qué yo?” pregunto “¿Cómo habría sido tener una vida normal?” Una vida que no
durará mucho tiempo más, al parecer. Sacudo mi cabeza, sintiéndome idiota; aún
no estoy muerta.
Pronto
el sol se oculta, como cada noche, y todo se vuelve oscuro; esta vez no tengo miedo,
lo que tanto me temía ya ocurrió y no consigo imaginar nada peor, además de la
muerte, por supuesto.
No
caminamos mucho más. Al poco se desvía del camino y me arrastra tras él, unos
cuantos pasos, hasta que se detiene de repente y casi pierdo el equilibrio. No
veo absolutamente nada, pero enseguida siento algo frío en mi espalda y me
apoyo en eso, aún sin verlo, sabiendo que se trata de la entrada de una cueva.
Por un momento no siento ni escucho nada, a excepción de algún que otro
movimiento de la soga que me sujeta a él. Me inquieto, sin saber qué está
pasando ni qué debo hacer. ¿Es este el momento de escapar? O tal vez estoy en
peligro… Pero mis conclusiones se detienen cuando escucho un ruido que
reconozco al instante, más aún cuando ambas rocas hacen una pequeña chispa, que
enseguida crece y lo ilumina todo, en una gran hoguera.
Me
sobresalto, aterrada, sin siquiera mirar la figura que se acerca a mí. La
fogata se refleja en mis pupilas y el miedo me paraliza; bloqueo mis recuerdos,
pero no puedo evitar que mi mente divague y emita imágenes falsas, como todo un
bosque ardiendo y mi piel quemándose.
Pero
un miedo más inmediato me despierta cuando siento su mano en mi hombro
izquierdo hacer una ligera presión hacia abajo. Con delicadeza pero, al mismo
tiempo, con una fuerza impresionante, tarda aproximadamente dos segundos en
hacerme caer. E, involuntariamente, emito un quejido cuando mi pie se dobla
levemente al tocar el suelo. El dolor de antes vuelve, un tanto más intenso, y
olvido por completo todo miedo que las llamas pudieran provocar en mí, pues no
consigo concentrarme en otra cosa. “Estoy acostumbrada a estas cosas” me
recuerdo, cuando una nueva vocecita dentro de mí refuta: “Pero eso no hace que
duela menos”.
Intento
levantar mi cuerpo y quitar su peso de mi pie pero, cuando estoy por sentarme
sobre él una vez más, una mano me sujeta del brazo derecho, sentándome bien
sobre el frío césped. Alzo la mirada, justo cuando él se agacha frente a mí,
para ver su rostro levemente iluminado por la luz de la hoguera. Así, con
sombras en ciertas facciones de su rostro, se ve aún más aterrador. Y aún más
hermoso.
Sin
mirarme a los ojos, estira mi pierna hacia él y tira de mi pantalón hacia
arriba, observando mi tobillo. No consigo contener un ahogado grito cuando coloca
su mano sobre mi pie y hace presión. Veo como mira a un lado, pensativo, y luego
rebusca algo en su capa, que al parecer está llena de bolsillos. Saca un rollo
de tela blanca y sujeta mi tobillo con una mano, mientras que con la otra
desenrosca aquél.
_
Está esguinzado. No tengo nada con qué contener la hinchazón._ expone, atento
en su tarea. Comienza a enrollar en mi pie esa tela blanca, con una suavidad
que me sorprende._ El vendaje te dolerá.
No
entiendo por qué lo dice, pues en un principio no siento más que un cosquilleo,
pero, a medida que da vueltas al rollo y aumenta la presión de estas sobre mi
piel, comienzo a sentir que mi tobillo palpita. Aún así, apenas presto atención
a eso. Su tacto sobre mi piel ya no me da miedo, e incluso lo noto delicado,
como si no quisiera asustarme; mi cuerpo cosquillea por donde él roza, y siento
una calidez extraña. Me pregunto por qué está curándome, cuando es él quien va
a arrastrarme a una muerte segura, pero, a pesar de todo, ante la escaza luz de
la hoguera, no me parece una mala persona.
_
¿Cómo te llamas?_ pregunto, como si eso pudiera acercarnos más, escuchando mi
propia voz por primera vez en siete años.