jueves, 23 de enero de 2014

Capítulo 3 (Laia)


El suelo bañado en sangre. Pronto, la casa en llamas. Mis brazos se entumecen… Quema. Quema.

_ Quema_ gimo, sin darme cuenta.

Entonces todo desaparece y es de noche. Un hombre de negro, con capucha. Ojos verdes…

Una mano se aferra a mi brazo y me sacude tan solo una vez, tan bruscamente que despierto sobresaltada. Abro los ojos y lo veo, agachado frente a mí, esta vez sin capucha. La luz del sol lo ilumina por completo y esta vez puedo apreciar su rostro: los ojos verdes que ya había observado, una nariz recta, labios rosa pálido y piel nívea. Leva el cabello a la altura de la nuca y un par de mechones caen en su rostro, completamente negros en contraste con su piel.

Me observa de un modo extraño, que en un principio no comprendo. Odio. Hay odio en sus ojos y, asustada, me pregunto si he hecho algo para molestarlo. Pero no es odio hacia mí, es, simplemente, odio; un odio profundo tras sus ojos verdes que aparenta haber estado allí por muchos años.

Entonces reparo en lo que debió llamar mi atención primero, como por ejemplo la cuerda que sujeta mis manos entre sí y continúa hasta enrollarse en su brazo derecho. Intento retirar una de mis manos, desatarme, pero sólo consigo irritarme la piel; lo miro, expectante y me devuelve la mirada, expectante. ¿Espera que grite o intente correr? ¿Debo preguntarle quién es y qué quiere? Sí, debería gritar y pedir ayuda, tal vez… Pero no me animo, no consigo hacer ninguna de esas cosas. Siete años sin hablar es mucho tiempo.

Me observa, entre curioso e incómodo, y aparta la mirada mientras se pone de pie.

_ Voy a llevarte al castillo_ dice, tirando de la cuerda hacia arriba. Me despego del suelo, levantándome, pero, en el momento en que sus palabras toman significado, me dejo caer de nuevo, asustada.

Niego con la cabeza, suplicante. “No puedo ir al castillo” quiero decir “Le prometí a mi padre que me mantendría con vida”, pero de mi boca no sale nada. Se agacha frente a mí, una vez más, y tira de la cuerda, acercando mi cuerpo al suyo. Sonríe con crueldad, pero sin diversión alguna en su mirada. Mirando sus ojos tan de cerca, me estremezco; son hermosos por fuera, pero parecen ocultar, detrás, una historia terrible. Aún así, no aparto la mirada, no puedo; sus ojos atraen los míos, como imanes. Un deje de incomodidad lo atraviesa fugazmente.

_ Mira, tienes dos opciones: podemos caminar hasta allí_ dice, tirando otro poco de las cuerdas_ o puedo arrastrarte. Es un viaje largo y, dentro de lo posible, prefiero no tener que hacerte daño.

Me estremezco con esa última frase, pues deja entrever que está mintiendo. Puedo ver claramente que no le importa, ni a nadie más, que llegue en una pieza; aún así, intento tranquilizarme, confiando en que deba llevarme con vida. “Aún puedo escapar” pienso, “Tal como el dijo, es un largo viaje”.

Se pone en pie y tira de mí hacia arriba, dando media vuelta y comenzando a caminar; aún no consigo mantenerme de pie y, cuando él avanza, caigo al suelo. Aún así, sigue caminando sin siquiera voltearse y me arrastra con una facilidad extraña, como si yo no le pesara en lo más mínimo y sólo estuviera arrastrando un trozo de tela. Pero yo sí lo siento y pronto mi piel comienza a rasgarse, atravesando el suelo húmedo del bosque, las raíces, arbustos, espinas… Intento ponerme en pie, pero con esa velocidad tan sólo consigo apoyar un pie en la tierra y luego caer una vez más. Quiero pedirle que se detenga, que aguarde un momento y, sin embargo, guardo silencio como tantas otras veces.

Al poco tiempo vuelvo a intentarlo, completamente adolorida, y esta vez me da la sensación de que, por un fugaz momento, aminora la marcha, dándome una leve tregua. Consigo ponerme de pie y, como puedo, intento seguir su ritmo, viéndome obligada a correr unas dos varas cada tanto para no volver a caer.

Camino detrás de él y hago lo posible por que la distancia entre nosotros no se haga demasiado grande, aún si me cuesta bastante seguir su ritmo. Poco a poco, la esperanza de conseguir una vía de escape empieza a marchitarse, sin desaparecer del todo. Miro a mí alrededor y busco algún medio de escape, dubitativa. ¿Qué puedo hacer? Estoy segura de que no seré capaz de vencerlo y, de todas maneras, no me animo a intentarlo; tengo que buscar un modo de distracción, algo con lo que poder desatar mis manos. “Esta noche” pienso, “Esta noche lo intentaré mientras él duerma”.

Me imagino a mí misma en una de las tantas cuevas que hay en el boque, rasgando la cuerda que sujeta mis manos mientras él duerme. Lo consigo y el miedo aumenta en mi cuerpo; aún así, al ser producto de mi imaginación, corro sin problemas, adentrándome en la cueva para buscar otra salida, puesto que por algún motivo que mi mente no procura inventar, no consigo salir por donde entré. Corro y allí, al otro lado de la cueva, encuentro un hueco. La esperanza crece en mi pecho y, como quien está a punto de cumplir una gran meta, una que puede salvar su vida, intento pasar por el hueco. Entonces una mano en el hombro me detiene y, cuando me volteo para ver sus ojos verdes clavados en mí, crueles, algo filoso se introduce en mi pecho, desgarrándome. Quiero gritar, pero de mi boca solo mana sangre. Luego un fino hilo cae de mi nariz y, por último, la veo expandiéndose en mi pecho, como una maldición; una mancha que no para de crecer, increíblemente roja. De pronto, todo arde en llamas.

Pestañeo un par de veces, con el terror subiendo por mi garganta. Admiro mi capacidad de soñar pesadillas incluso despierta e intento pensar en otra cosa. Vuelvo a mirar a mí alrededor, ese verde que tantas otras veces calmó mi miedo y me hizo sentir en casa, buscando alguna compañía. Por un momento, tengo la absurda sensación de que los árboles me observan compasivos. Desecho la idea de mi cabeza y, cuando empiezo a rezagarme un tanto, le observo caminar. Miro sus piernas en movimiento, aparentemente capaces de mantenerse días así; su espalda erguida, cubierta por la capa; y su cabeza gacha, como si observar el suelo fuese necesario para no caerse. Admiro su cabello, brillante y, aunque lacio, descuidado; tan negro como la oscuridad que baña la noche. Cada tanto, puedo observar como cae sobre su rostro, en sus mejillas.

Intento pensar en él como un humano, como uno más de los que habitan este mundo, y no como la persona que me llevará a la muerte. ¿Quién podía ser tan cruel como para llevar tal trabajo? ¿Y qué lo había hecho así? “La gente no nace cruel ¿verdad?” me pregunto, intentando imaginarlo de crío. No lo consigo y, como si pudiese saber que lo estoy observando, se ciñe la capucha bruscamente.

Bajo la mirada y sigo su ejemplo, observando las huellas que él deja en la tierra mojada. Me mantengo así un buen rato, sin llevar noción del tiempo, acostumbrándome al ritmo constante y a mis piernas entumecidas. Pero aún si voy con los ojos fijos en el suelo, mi mente se mantiene distante, por lo que no reparo en la raíz de árbol que sobresale de la tierra y, casualmente, mi pie se sitúa por delante de ella y, sin poder avanzar como estaba previsto, se dobla y todo mi cuerpo pierde el equilibrio. Caigo una vez más, pero en un principio no siento nada al ser arrastrada; el dolor que se expande en mi tobillo izquierdo nubla mi mente por completo. Mis ojos se humedecen y teso la mandíbula, conteniendo un chillido. Es un dolor agudo y muy intenso, que abarca principalmente el tobillo y, a menor escala, el resto del pie.

De pronto, me detengo. Miro hacia delante y levanto la cabeza, observándolo. El sol de media tarde le pega de lleno en su espalda, por lo que, aunque puedo ver que está vuelto hacia mí, no consigo ver sus ojos. Veo su cuerpo, su silueta, resaltada por la potente luz solar e intento buscar su mirada, con mis ojos entrecerrados. Por un momento, contengo la respiración.

_ Levanta_ dice, irritado.

Me apresuro a incorporarme, intentando no apoyar el pie izquierdo, mientras una extraña gratitud resuena en mi mente. Se voltea y continúa caminando, sin disminuir la velocidad.

Caminamos un buen rato y, gradualmente, ya no siento nada. Vuelvo a caer otras dos veces y, en ambas, él se detiene sin voltearse, dándome una fracción de segundos para levantarme. Ya no me duele. Todo mi cuerpo se siente extraño y mi pie izquierdo falla cada tanto al apoyarlo, pero el dolor ya no lo siento. “Probablemente duela mucho más cuando me detenga”, pienso “Si es que en algún momento lo hago”.

En algún punto del camino, cuando está cayendo el sol y el color del crepúsculo baña el oeste por completo, mis ojos se llenan de lágrimas. No siento el más mínimo enojo o rencor, pero de pronto una inmensa tristeza e incluso un dejo de auto compasión me inundan, como una ola que sube por mi pecho hasta mi garganta y se queda allí, en un nudo de agua, provocando que mis ojos se humedezcan. “¿Por qué yo?” pregunto “¿Cómo habría sido tener una vida normal?” Una vida que no durará mucho tiempo más, al parecer. Sacudo mi cabeza, sintiéndome idiota; aún no estoy muerta.

Pronto el sol se oculta, como cada noche, y todo se vuelve oscuro; esta vez no tengo miedo, lo que tanto me temía ya ocurrió y no consigo imaginar nada peor, además de la muerte, por supuesto.

No caminamos mucho más. Al poco se desvía del camino y me arrastra tras él, unos cuantos pasos, hasta que se detiene de repente y casi pierdo el equilibrio. No veo absolutamente nada, pero enseguida siento algo frío en mi espalda y me apoyo en eso, aún sin verlo, sabiendo que se trata de la entrada de una cueva. Por un momento no siento ni escucho nada, a excepción de algún que otro movimiento de la soga que me sujeta a él. Me inquieto, sin saber qué está pasando ni qué debo hacer. ¿Es este el momento de escapar? O tal vez estoy en peligro… Pero mis conclusiones se detienen cuando escucho un ruido que reconozco al instante, más aún cuando ambas rocas hacen una pequeña chispa, que enseguida crece y lo ilumina todo, en una gran hoguera.

Me sobresalto, aterrada, sin siquiera mirar la figura que se acerca a mí. La fogata se refleja en mis pupilas y el miedo me paraliza; bloqueo mis recuerdos, pero no puedo evitar que mi mente divague y emita imágenes falsas, como todo un bosque ardiendo y mi piel quemándose.

Pero un miedo más inmediato me despierta cuando siento su mano en mi hombro izquierdo hacer una ligera presión hacia abajo. Con delicadeza pero, al mismo tiempo, con una fuerza impresionante, tarda aproximadamente dos segundos en hacerme caer. E, involuntariamente, emito un quejido cuando mi pie se dobla levemente al tocar el suelo. El dolor de antes vuelve, un tanto más intenso, y olvido por completo todo miedo que las llamas pudieran provocar en mí, pues no consigo concentrarme en otra cosa. “Estoy acostumbrada a estas cosas” me recuerdo, cuando una nueva vocecita dentro de mí refuta: “Pero eso no hace que duela menos”.

Intento levantar mi cuerpo y quitar su peso de mi pie pero, cuando estoy por sentarme sobre él una vez más, una mano me sujeta del brazo derecho, sentándome bien sobre el frío césped. Alzo la mirada, justo cuando él se agacha frente a mí, para ver su rostro levemente iluminado por la luz de la hoguera. Así, con sombras en ciertas facciones de su rostro, se ve aún más aterrador. Y aún más hermoso.

Sin mirarme a los ojos, estira mi pierna hacia él y tira de mi pantalón hacia arriba, observando mi tobillo. No consigo contener un ahogado grito cuando coloca su mano sobre mi pie y hace presión. Veo como mira a un lado, pensativo, y luego rebusca algo en su capa, que al parecer está llena de bolsillos. Saca un rollo de tela blanca y sujeta mi tobillo con una mano, mientras que con la otra desenrosca aquél.

_ Está esguinzado. No tengo nada con qué contener la hinchazón._ expone, atento en su tarea. Comienza a enrollar en mi pie esa tela blanca, con una suavidad que me sorprende._ El vendaje te dolerá.

No entiendo por qué lo dice, pues en un principio no siento más que un cosquilleo, pero, a medida que da vueltas al rollo y aumenta la presión de estas sobre mi piel, comienzo a sentir que mi tobillo palpita. Aún así, apenas presto atención a eso. Su tacto sobre mi piel ya no me da miedo, e incluso lo noto delicado, como si no quisiera asustarme; mi cuerpo cosquillea por donde él roza, y siento una calidez extraña. Me pregunto por qué está curándome, cuando es él quien va a arrastrarme a una muerte segura, pero, a pesar de todo, ante la escaza luz de la hoguera, no me parece una mala persona.

_ ¿Cómo te llamas?_ pregunto, como si eso pudiera acercarnos más, escuchando mi propia voz por primera vez en siete años.

lunes, 6 de enero de 2014

Capítulo 2 (Shasta)


Gradualmente, la vida en sus ojos desaparece, se extingue como una gran fogata en una noche fría: de a poco. Luego de lo que me resulta una eternidad, se apaga por completo. Ya está muerto. El décimo cuarto inocente que asesino con mis propias manos; del resto ya perdí la cuenta. Pienso en la familia, en los amigos que pudo tener y que lo echarían de menos, imagino dos niños abandonados e incluso una esposa que llora con desesperación su muerte; me lo prometí, ya no recuerdo cuándo. Me prometí a mi mismo que, hiciera lo que hiciera, no cerraría los ojos, no lo olvidaría; igual daba, de todas maneras, pues aún con el vívido rostro de unos pequeños muriendo de hambre en mi mente no siento, siquiera, remordimiento; no hay pena, culpa o compasión, la imagen solo me estorba. Así que, cumplida mi promesa, la aparto a un lado, con las demás, en ese rincón del que jamás saldrán.

Deslizo la espada hacia mí, ya acostumbrado a la resistencia del cuerpo, desincrustándola. No la limpio; con la sangre resbalando por ella, muevo a un lado mi capa y la introduzco en su funda. Cae rápidamente, con un ruido seco, como el de alguna guillotina cortando alguna garganta, algún domingo. Me cubro con la capucha negra y comino al castillo, con la cabeza gacha y velocidad, como si así pudiese ocultar mi rostro de la infalible luz solar. “El demonio de capa negra” pienso, irónico “Que risa”.

El castillo está cerca, por lo que no tardo mucho en llegar. No me detengo a observar el imponente edificio, pues no hay nada que deteste más. Bueno, además del rey. Aquí me hospedo cuando no tengo misiones, cosa que pocas veces pasa, pero no podría estar más lejos de llamarlo mi hogar. Es una prisión, una enorme y lujosa, pero de la que no puedo escapar. Por otro lado, tampoco tengo a dónde ir. Me dispongo a entrar, cuando un chillido llama mi atención. No es un chillido humano.

En cuanto giro la cabeza, lo suficiente como para ver por debajo de la capucha, un perro salvaje se desploma en el suelo, perseguido por tres guardias reales. Sin embargo, el cachorro no suelta lo que lleva en la boca e intenta incorporarse, justo cuando una espada desciende sobre él. Otro chillido, aún más agudo, y luego un gemido tras otro, cada vez más bajos. Uno de los guardias se acerca y recupera lo que le fue robado, sin que el perro oponga resistencia. Los tres se marchan, maldiciendo y alardeando; los sigo con la vista hasta que doblan y se pierden a un costado del castillo, haciendo guardia.

Doy un paso adelante, dispuesto a seguir mi camino, cuando otro gemido me detiene. Me giro, por completo esta vez, y veo como el perro, tendido y con la cabeza estirada sobre el césped, me observa. Sin pensarlo demasiado, camino hacia él, con la velocidad que me caracteriza. Detesto sentir la luz del sol sobre mi cabeza, pero aún así me agacho a su lado y coloco mi mano sobre su abdomen, que sube y baja con dificultad. Acaricio su pelaje suavemente, como un último regalo, mientras él me observa de reojo. De pronto me veo siguiendo a los guardias, asesinándolos mientras corren, por la espalda, tal como hicieron ellos. Desecho la imagen de mi mente y examino el lomo ensangrentado, sin dejar de acariciarlo. Dejo mi mano en su garganta y desenfundo la espada, bañada en sangre seca.

_ Será un segundo_ susurro, como si pudiera entenderme.

Lo miro a los ojos y, lo más rápido que puedo, atravieso su corazón. Los gemidos se detienen bruscamente. Y ahí está otra vez, la muerte. Le doy una última palmada, aún sabiendo que no puede sentirla, y retiro mi espada, poniéndome en pie. Vuelvo a guardarla en su funda y me doy la vuelta, dejando al perro detrás, caminando hacia el castillo una vez más.

Esta vez sí entro. Camino por el pasillo, con una meta fija, sin mirar los lujos a mí alrededor, sin prestar atención a la gente que pasa a mi lado, con la vista fija en el piso de mármol. Subo las largas escaleras y en poco tiempo estoy frente al salón real, cara a cara con el guardia que vigila la puerta. Me detengo y tiro mi capucha hacia atrás, dejando ver mi rostro.

_ Necesito hablar con el rey.

_ ¿Quién eres tú?_ pregunta, entre hostil y asustado. Le sonrío, cruel, aprovechando su miedo.

_ El que cortará tu cabeza si no abres la maldita puerta.

El temor en sus ojos aumenta y lleva una mano hacia su espada, dispuesto a desenfundarla. Mi sonrisa se ensancha y, antes de que pueda atacarme, golpeo su estómago. Apenas se inclina hacia delante, dejando caer su espada, lo tomo de la nuca y, girándolo, estrello su cabeza contra la puerta, intentando no excederme. 

Una vez inconsciente, abro la puerta antes de que alguien note el alboroto. Ni bien entro y la puerta se cierra detrás de mí, otro guardia me sujeta del brazo, impidiéndome seguir. Lo miro, irritado, y consigo ver como su semblante seguro se desmorona.

_ ¿Quién eres tú?_ pregunta, de igual manera. Observo su mano sobre mi brazo y luego lo miro a él, que intenta ocultar el miedo con más éxito que su compañero. Rozo la empuñadura de mi espalda, hastiado.

_ Yo que tú me apartaría_ dice el rey, divertido, caminando hacia nosotros.

El guardia obedece al pie de la letra y se inclina, en una reverencia.

_ Sí, majestad.

Lo miro de reojo, lamentando la intervención del rey. Pero enseguida lo olvido y paseo mi mirada por el salón, sin poder evitarlo; el gran trono, las paredes tapizadas, la mesa larguísima que abarca toda la habitación… Nada ha cambiado nunca en los 7 años que llevo aquí. Miro al rey, con un asco que no intento ocultar. Apostaría a que ha engordado desde la última vez que lo vi; tiene un rostro obeso, la nariz pequeña, labios gruesos y ojos rasgados, que, a pesar de todo, le dan un aspecto inteligente.

_ ¿Acabaste?_ pregunta, por pura rutina. Sabe muy bien que sí.

_ ¿Ahora qué?_ pregunto, esperando alguna otra misión; lo que sea para no quedarme en el castillo. La hay.

_ Hay alguien que quiero que busques…_ dice, pero enseguida se interrumpe. Mira al guardia, que aún sigue de pie a un costado mío, y este no tarda en captar la indirecta. Otra reverencia y sale de la habitación._ Una chica.

_ ¿Una chica?_ repito, curioso. Pocas veces me ha envidado a capturar mujeres, por lo que me sorprendo. No me gusta. Chillan, lloran, suplican y son demasiado débiles. Por supuesto que los hombres también, pero a una menor escala.

_ Laia. Hace 7 años, asesiné a su padre y ella fue testigo, pero escapó. Aún la buscan en el bosque, pero ya sabes que son unos incompetentes. No me preocupaba demasiado, pero ahora, después de tanto tiempo, se están extendiendo rumores. La gente está enojada y, si llegan a descubrir que asesino sin juicio previo, me pedirán que abdique.

_ ¿Lo harás?

_ No, desde luego_ Sonríe_ pero prefiero evitar una masacre o, peor, una revolución.

_ ¿Tienen alguna idea de su paradero? ¿O tendré que buscarla en medio mundo?

_ Cruzando el río Halss, en el bosque. Es una chica de 17 años, no te será difícil.

Asiento con la cabeza, seguro de ello y me volteo satisfecho; detesto no tener nada que hacer. Camino hacia la puerta y la abro.

_ No te enamores_ bromea, irónico. Siento la irrefrenable tentación de volver y atravesarlo con la espada. La aparto de mi mente, ya acostumbrado, y salgo.

 

Luego de lavar con cuidado mi espada, esconder un chuchillo en mi cintura y guardar una cuerda en el bolsillo de la capa, me pongo en marcha, ansioso por salir de allí. Pero apenas me alejo unos metros del castillo, alguien me detiene.

_ El demonio de capa negra ¿verdad? Te vi entrar_ dice, como si estuviera feliz de verme, señalando al castillo. Lo observo de hito en hito, receloso_ ¿No me reconoces?

Tardo en recordarlo. Cuando lo miro a los ojos, la imagen de un niño escuálido de 13 años viene a mi mente. De pronto, consciente de la luz del sol sobre mí, mi piel comienza a arder. “No es real”, me digo, pero ya es tarde. La sensación de estar sucio y lleno de sangre me cubre por completo, todo el cuerpo me arde y ya no puedo distinguir dónde estoy herido y dónde no. Por un momento, vuelvo a tener 15 años. Estoy aprendiendo a usar la espada y peleo haciendo pleno uso de mis habilidades, sabiendo que si no gano moriré. No me resulta fácil y acabo lastimado, pero mi contrincante muere. Harto de todo y por completo adolorido, me mantengo de pie, con la espada en mi mano derecha, observando al niño que pelea a mi lado. ¿Ralph? Sí, así se llama. Es la única persona con la que he cruzado más de unas pocas palabras, desde hace años. Pero él no tiene tanta suerte y es vencido. Cae al suelo y la espada de su contrincante se le acerca peligrosamente. No es que nunca haya visto morir a alguien. De hecho, ya tengo mi propia lista de personas muertas; pero, por algún motivo, lo salvo. Interpongo mi espada, aún sabiendo que estoy arriesgando mi vida. Le grito que corra, mientras retengo a quienes quieren perseguirlo. Hago un gran esfuerzo por no recordar lo que sigue después, por volver a la realidad.

Sigue allí de pie, años después, frente a mí, observándome curioso.

 _ Eres tú ¿verdad? Shasta

Niego con la cabeza, nervioso, y sigo caminando. Me sujeta del brazo, sorprendido y resisto el impulso de golpearlo. Me volteo lentamente.

_ Escucha, solo quería agradecerte haberme salvado. Sé que ya pasó mucho tiempo…

_ Te equivocas de persona_ me limito a decir, escapando de su agarre y siguiendo mi camino. No quiero recordar.

_ Oye, escúchame_ grita, pero no me volteo; camino rápido, haciendo de cuenta que nada pasó, que en verdad no soy quien él está buscando, que ese recuerdo no es mío.

Apuro el paso cada vez más y descubro que estoy enojado, por algún motivo que finjo desconocer. Después del enojo sigue la frustración, y luego el odio. Estoy acostumbrado al odio, desde hace años que no siento nada más. Odio hacia el rey, hacia el castillo, hacia la gente y, sobre todo, hacia mí mismo.

Sé que tengo un largo viaje por delante, por lo que, viendo que aquél chico no me está siguiendo, disminuyo la velocidad y me impongo un ritmo constante, pero no tan veloz. Me tranquilizo cuando entro en el bosque y, a medida que huelo los frutos, las plantas, la tierra mojada, y siento la brisa en mi rostro, ligera, olvido lo sucedido.

Camino varias leguas por día, durmiendo unas pocas horas en la noche, atento a cada sonido, cada rastro y deteniéndome sólo para tomar y comer algo. No tardo demasiado en cruzar el río. Me dejo guiar por los frutos arrancados de las plantas, arbustos aplastados, ligeras huellas e incluso algún que otro cabello. Estoy acostumbrado a ello, no podría decir que me guste, pero jamás me detengo a pensarlo. Si pensara en todo lo que no me gusta de mi vida, hace tiempo que habría acabado con ella, como mi padre. “No puedo hacerlo”, me digo “No hasta que el rey haya muerto”.

Al día de haber cruzado el río Halss, un sonido extraño llama mi atención. No dura mucho, pero es fuerte y agudo, como un silbido. No tardo en reconocerlo; es la señal que utiliza la guardia para pedir refuerzos. Me acerco a la fuente del sonido, pero todo lo que consigo escuchar es el galopar de unos caballos; me propongo seguirlos, cuando algo bajo mi pie me detiene. Me agacho, curioso, y tomo una piedra de tamaño considerable en mi mano derecha; no puede haber piedras en esa zona del bosque, nunca las hubo. Me pregunto si, por algún motivo, la dejó caer uno de los guardias, pero cuando, a unas cinco o seis varas encuentro otra de igual tamaño, comprendo que, aunque debe de estar cerca, no la encontraré sola. Al parecer, van en grupo. Espero que no haya muchas chicas, pues no podría reconocerla.

Hay huellas en cuatros direcciones, apenas visibles por la pisadas de los caballos, por lo que decido seguir las más pequeñas. Para cuando las encuentro, ya ha caído el sol. Son dos. Las observo, semi-escondido, con la capa nagra que me confunde con la oscuridad de la noche. Es mi momento favorito, la noche.

_ Démonos prisa, no me gusta caminar en la oscuridad_ dice la que va al frente, con evidente miedo en la voz.

La observo minuciosamente, mientras las sigo por detrás, analizando las posibilidades de que ella sea Laia. “No parece tener diecisiete años”, pienso, por lo que me fijo en la que va detrás. Camina rápido y cada paso que da grita “terror”; no deja de mirar alrededor, inquieta, como esperando que alguien salte sobre ella, de la nada. No puedo ver más que su espalda, pero estoy seguro de que es ella. Es menuda, tiene el cabello oscuro y viste una capa gastada, de algún color oscuro que no puedo distinguir en la oscuridad, con la capucha colgando en su espalda; camina ligeramente encorvada y nerviosa, lleva todo el aspecto de ser una niña.

Entonces, como si sintiera mi presencia, se voltea. Me ve y se paraliza al instante. No consigo ver bien su rostro, por lo que doy un paso adelante, dejando que la luna ilumine mi rostro también. Su expresión cambia ligeramente, sin que pueda descifrarla. Me observa a los ojos con ojos penetrantes y oscuros, como si pudiera meterse dentro de mí y leerme, como si, con tan solo mirarme, pudiera ver mi pasado. Me incomoda.

Me dirijo hacia ella, lo suficientemente rápido como para que apenas puede verme, y le asesto un golpe en la cabeza, con el mango de la espada, justo cuando la otra chica grita:

_ ¡Laia, cuidado!

Se desmorona, inconsciente, y la atajo antes de que caiga al suelo. Su cuerpo está caliente. Puedo ver su rostro con mayor claridad, pero no me demoro mucho tiempo observándola; gravo en mi mente su piel pálida, sus ojos grandes, largas pestañas y nariz triangular, antes de dirigirme a su compañera, parada a unos cuantos metros de mí. Me observa con una mezcla de miedo y odio en su mirada, sin saber qué hacer.

_ ¡Suéltala!_ exclama, sin atreverse a enfrentarme.

_ Sabes que no lo haré. ¿Serías capaz de morir por ella? ¿O actuarás como cualquier persona razonable, y un tanto cobarde, e irás a pedir ayuda?

Me mira indecisa, pero conozco la respuesta incluso antes de que se voltee y eche a correr. La miro alejarse y pienso que, sin problemas, podría atrapar a todo el grupo. “No tengo por qué, mi misión es llevarla a ella”, me recuerdo. Vuelvo a mirar su rostro mientras la sostengo entre mis brazos y, por un momento fugaz, pienso que es bonita.

martes, 17 de diciembre de 2013

Capítulo 1 (Laia)


El subir y bajar de mi pecho se acelera a medida que el sudor baña mi rostro y frunzo el ceño sin darme cuenta, aún con ambos ojos cerrados y sumergida en otra realidad. Mi padre me mira fijamente desde el suelo y noto como, gradualmente, la vida se le escapa; veo su cuerpo y sé que está vacío, mi papá ya no está allí. De pronto todo está en llamas, todo lo que el fuego alcanza queda reducido a cenizas y me inunda el miedo. Odio el miedo. Corro hacia el cadáver de mi padre y tiro de su brazo, intentando alejarlo de la casa que ahora arde por completo, pero por más fuerza que haga apenas consigo moverlo y veo como el fuego alcanza su pierna y se extiende rápidamente por su pantalón. Desesperada, tiro con más fuerza, con toda la que puedo, hasta que se me entumecen los brazos; el cadáver se desplaza sobre el piso, pero arrastra las llamas con él y, al poco tiempo, un calor insoportable comienza a subir por mi mano izquierda, un calor que conozco bien. No suelto el cuerpo y aquél continúa subiendo por mi brazo, arrancándome un grito tan desgarrador como el dolor que estoy sintiendo.

_ Laia_ alguien susurra, en tono apremiante, nervioso.

Abro los ojos, sobresaltada, y el rostro el rostro de Trevor me recibe impaciente. Lo observo fijamente y sé lo que va a decir antes de que abra la boca.

_ Vienen. Ve a tu puesto.

Asiento con la cabeza y, mientras él hecha a correr hacia los demás, me pongo en pie, mareada. Todos están en movimiento y, verlos ir de acá para allá, me inquieta. Me apresuro a bloquear el miedo, que como tantas otras veces me paraliza y confunde. Cuando siento que puedo pensar, más o menos, racionalmente, ubico mi posición y corro hacia los arbustos, con el corazón en la garganta; me aseguro de estar a cinco metros de Jinter y Fela, respectivamente, y me hago un bollo en el suelo, ocultándome.

Reparo en Mya, quien acaba de subir a la copa de uno de los árboles y ahora está tensando el arco, apuntando al centro del hexágono. Busco a los otros dos arqueros, paseo mi vista por cada uno de los árboles, pero antes de que pueda ver a Lilia o a Plazir escucho pasos. Saco la filosa piedra de mi bolsillo y espero. Nunca antes la he lanzado; en caso de que nos encuentren, siempre mueren flechados al entrar en el hexágono. Si algo sucede a los arqueros, entonces nosotros disparamos. Pero nunca ha ocurrido. Observo a cada uno a través de las hojas y, a medida que los pasos se acercan, se me hace más difícil contener el miedo. No puedo dejarlo salir, pues entonces probablemente no sea capaz de arrojar la piedra y acertar, ni mucho menos de correr. Lo guardo dentro y me concentro en los pasos, cada vez más cerca. Me pregunto si nos están buscando o sólo van de paso y, por un momento, deseo que nos rodeen y no crucen por aquí, pues odiaría matar a una persona inocente. Pero mis pensamientos se ven interrumpidos cuando consigo ver un hombre a través del follaje, no muy claramente. No puedo saber si está dentro del polígono y me inquieta; miro a Mya, que continúa apuntando, e intento relajarme, respirar con normalidad. El hombre sólo está parado, no se mueve y me da la impresión de que hay otro a quien no consigo ver ¿Qué están haciendo? Respiro hondo, pero poco a poco, a medida que el tiempo transcurre y no sucede nada, el miedo empieza a filtrarse en mi burbuja. Todo es confuso y empiezo a ver cosas por el rabillo del ojo que sé que no están allí. Llamas. Cierro con fuerza los ojos y trato de relajarme, pero se me hace imposible y los abro; respiro profundo, pero cada vez más agitada. Temo hacer ruido, por lo que muerdo mi labio inferior con fuerza y me concentro en el dolor. A la larga, funciona.

El hombre comienza a acercarse y consigo ver otra silueta detrás, tal como lo había previsto. Una vez dentro del hexágono, cuando puedo verlos más de cerca, reconozco sus uniformes como si yo misma los hubiese llevado; son guardias reales. Sí nos están buscando a nosotros y, por lo visto, nos encontraron. Ya no hay miedo, sólo ansias de que se acabe, deseos de que se vayan, desaparezcan. Los miro fijamente, a la espera de que una flecha descienda sobre cualquiera de ellos. De pronto soy más consciente de la piedra en mi mano trémula y hago presión sobre ella, sudando. Una fuerte brisa de viento azota los árboles y pronto cae la primera flecha. Inesperadamente, cuando estoy esperando la segunda, un sonido agudo me sobresalta y cierro los ojos, asustada. Otra flecha cae y pone fin al silbido de inmediato, pero ya es tarde. Escucho el galope de caballos a lo lejos y me pongo de pie, sin saber qué hacer, sin una iniciativa propia que dirija mis pies; los demás echan se paran también y cruzamos miradas, mientras Mya, Lilia y Plazir bajan de los árboles, con agilidad. Trevor señala con su cabeza al noreste y espera a que todos corran para seguirlos desde atrás; los caballos se aproximan cada vez más. Hago un gran esfuerzo por no quedar paralizada como tantas otras veces, para no ser una carga, y corro, intentando olvidar que estoy siendo perseguida y lo que pasará si me atrapan. Pienso en la vida que quiero vivir, en la vida que mi papá quería que viviera, en esas últimas palabras que me dedicó, y corro con toda la fuerza que tienen mis piernas. Alcanzo rápidamente a los demás y los nueve corremos, sabiendo que de eso dependen nuestras vidas, de qué tan rápido corramos, de que logremos o no escapar.

Una vez que el trote de los caballos se oye un tanto más lejos, nos detenemos unos segundos.

_ Ya lo habíamos planeado_ dice Trevor, mirando fijamente detrás de nuestras cabezas, agitado_, cada cual corre hacia la dirección que le toca y nos encontramos cuando caiga la noche, ya saben dónde. Cuídense, están en peligros sus vidas, que no se les olvide.

Miro a Dasla y ella me devuelve la mirada, ambas corremos hacia el mismo lado, mientras los demás se dispersan en grupos de dos o tres personas. Ya he hecho esto dos veces, hace años, e intento recordar cómo escapé, cómo lo hicimos todos y sobrevivimos. Corro a mi máxima velocidad un buen rato, esquivando los árboles y saltando las raíces, sin notar que ya no escucho los caballos. Cuando noto que no aguantaré mucho más disminuyo un poco la velocidad y Dasla me imita, hasta que gradualmente ambas nos detenemos a descansar. Permanecemos en silencio, inclinadas hacia delante, intentando volver a respirar con normalidad y aliviar las piernas. Me concentro en los sonidos que me rodean, en nuestras respiraciones, en el viento, los pájaros, algún que otro animal sacudiendo los arbustos y hasta logro oír una cascada a lo lejos. Todo es normal.

_ ¿Escuchas algo?_ pregunta, tan atenta como yo. Me concentro una vez más, pero esta vez estoy segura de que no hay nada. Se puede decir que, luego de años guardando silencio, mi capacidad de escucha es algo más aguda que la de los demás.

Niego con la cabeza, convencida. Se han ido, al menos por el momento, y rezo para que no encuentren a los demás. Los guardias reales son rápidos, pero ruidosos; me convenzo de que les será fácil escapar y hago a un lado mi preocupación, mientras miro a mi nueva compañera y señalo la cascada que hace unos minutos resonaba en mis oídos. Sigue mi dedo y veo en su rostro la incertidumbre, pues aunque sabe que estoy señalando un lugar, sólo ve árboles.

_ ¿Qué hay allí?_ pregunta, curiosa y, aún cuando no se da cuenta, un tanto suspicaz. Continúo mirándola, con el brazo extendido, sin moverme. _ Vale, lo olvido. Vamos.

Agradezco su confianza, ya que sé lo difícil que es para cualquiera de nosotros fiarse de alguien más, y sonrío, mirándola avanzar. La sigo y pronto estoy a su lado; ambas caminamos hacia la cascada en silencio, observando la luz del sol filtrarse entre las hojas de los árboles, sumidas en nuestros pensamientos.

Todo alrededor es verde, todo a donde mire está vivo, y, aunque cualquiera diría que después de vivir siete años en el bosque estaría cansada de ver lo mismo a donde mirara, sé que podría permanecer allí toda mi vida, que me encantaría seguir viendo las mismas cosas, el mismo verde. Sólo que no escapando. Si pudiera vivir en paz, en el bosque ¿sería feliz? La misma pregunta asalta mi mente cada vez que pienso en el tema, y poco a poco empiezo a creer que la felicidad es una mentira, un cuento, como tantos otros inventados por el ser humano.

No tardamos en llegar. Al ver el agua cayendo con soltura, tan limpia y brillante, mi garganta parece resecarse aún más.

_ Oh, una cascada_ susurra Dasla a mis espaldas.

 Me acerco al río, estiro mis manos hacia él, mojándolas, y luego bebo tanto como puedo, sabiendo que pasará un largo rato antes de que pueda acceder a otro. Ella me imita, también sedienta, y lamento no tener un botellón conmigo, o algo donde cargar el agua para llevarla a los demás.

Cuando acabamos de beber, nos sentamos a un lado del río, aún pendientes de cada sonido, esperando que en cualquier momento el galopar de los caballos se haga presente una vez más y tengamos que correr de nuevo. Pero eso no pasa y, gradualmente, nos relajamos.

_ Esto…, ya sabes… _ dice, señalando mi garganta. Asiento con la cabeza, dándole a entender que sé a qué se refiere._ ¿Es de nacimiento? Quiero decir: de niña… ¿has hablado alguna vez?

Asiento con la cabeza, sin dejar de mirarla. Jamás he entablado una conversación, si es que puede llamarse conversación, de este tipo con alguien, al menos desde que murió mi padre, pero no es incómodo como lo imaginaba, por el contrario me siento a gusto.

_ ¿Has tenido un accidente o fue tu decisión?_ me mantengo mirándola, sin saber cómo contestar, esperando a que cambie la pregunta. Lo nota._ Oh, lo siento. Vale, reformulo ¿Has sufrido un accidente?

Niego con la cabeza. Aunque sí ha pasado algo así, no es que mi voz se haya visto afectada, por lo que espero que haga la siguiente pregunta.

_ ¿Fue tu decisión?

Asiento. Noto que en su mirada arde la curiosidad, pero no sabe cómo seguir preguntando de modo que yo pueda responder. Por un momento, luego de años, siento por primera vez la necesidad de hablar y contarle todo a alguien; siento que lo ocurrido aquel día oprime mi garganta, queriendo salir, pero lo reprimo enseguida. Sólo dura un momento.

_Algo muy malo ha de haberte pasado. Lo siento.

Le sonrío, ocultando la humedad en mis ojos, me recuesto en el suelo y hago un gesto para que ella lo haga también, puesto que aún debemos esperar un rato antes de regresar. Se recuesta también y ambas miramos al cielo, en un silencio al que estoy acostumbrada, un silencio que no es silencio, sino la falta de voces humanas.

_ Mi historia es corta y, de seguro, mucho más simple que la tuya, pero ya que tú no la puedes contar ¿Quieres oírla?_ La miré intrigada y sonreí, incitándola a continuar, pues nunca nadie me había confiado tal cosa. Me sonrió, también, y miró al cielo, como recordando. Su rostro se tiñó de ironía._ Mi padre era conde, uno muy importante, de hecho, y muy rico, como te imaginarás. Y mi madre, una prostituta. Yo crecí sin padre, en la pobreza, y cuando ella me contó la verdad, fui a verlo y a pedir explicaciones ¿Por qué nunca había ido a verme? ¿Por qué había criado a sus otras dos hijas maravillosamente y jamás había preguntado por mí? No tardé en notar que no iba a contestarme, sólo quería que yo me fuera de su vida y, en un ataque de furia, amenacé con contar que yo era fruto de su aventura con una prostituta. Él tenía mucho contacto con el rey, al parecer, pues al poco tiempo descubrí que era buscada por la guardia real. Desde entonces escapo. Es extraño ¿verdad? Mi propio padre me quiere encerrada, o quizás hasta muerta.

Me observa, entonces. Las palabras “lo siento mucho” resuenan en mi mente, pero, como de costumbre, no salen. Aún así, supongo que la empatía se refleja en mi rostro, porque me sonríe una vez más. Nunca había entablado contacto con ella, jamás había entablado contacto con nadie, en verdad, pero disfruto del momento. Me parece una persona agradable y, de hecho, es la primera a quien siento que me gustaría hablar. Quizás algún día…

_ Debe ser feo no poder expresarte ¿verdad?_ Balanceo ligeramente la cabeza, dudando, pero luego asiento. Me cuesta admitirlo, porque generalmente la pregunta que sigue suele ser “Y ¿por qué no hablas?” Entonces no sé cómo responder. Aquel día, cuando murió mi padre, no salió ni el más mínimo sonido de mi boca. Desde entonces siento que hablar es innecesario y, a medida que pasa el tiempo, temo un día abrir mi boca y que mi voz no salga cuando la necesite. Supongo que aún no me perdono a mi misma por no haber hecho algo en aquel momento, por no haber gritado pidiendo auxilio, por no haber interferido, aún cuando sé que hubiera sido inútil.

De todas maneras, esa pregunta que tanto temo, no llega. Dasla se mantiene en silencio, con la vista arriba, en las nubes quizá. Nos mantenemos así un largo rato, pensativas; ella, supongo, reflexionando sobre su pasado y yo intentando por todos los medios no viajar hacia el mío. Supongo que a esto le llaman trauma, no poder recordar, tener pesadillas cada noche y mantener silencio durante siete años, aislada del resto, sola. Más de una vez me he preguntado si existe una manera de cambiar mi situación, si puedo divertirme aún cuando no puedo salir del bosque. Es otra pregunta que temo, pues si descubriera que la respuesta es sí, implicaría cambiar y tengo miedo de los cambios. Si contara todas las cosas que me dan miedo no acabaría, a pesar de ser el sentimiento que más odio, es uno de los que más suelo sentir. El miedo me paraliza, me impide actuar. Cuando tengo miedo me siento otra persona en un cuerpo que no me pertenece, uno que no puedo controlar, que actúa de acuerdo al sentimiento y no a lo que mi mente le grita. Supongo que es otro vestigio del trauma, pero no puedo estar segura, no sé mucho del tema.

Me mantengo reflexionando sobre mí, pues, aunque no quiera, tales pensamientos inundan mi cabeza, impidiéndome pensar en otra cosa. Pronto el sol empieza a ocultarse, haciéndose cada vez menos visible, pero, aún cuando lo noto, espero a que ella sugiera regresar. Tan sumida en sus recuerdos, se tarda bastante.

_ Oh, está cayendo el sol. ¿Vamos?_ Asiento con la cabeza, por quinta vez en el día, y me pongo en pie. Observo el cielo mientras ella se levanta y noto que pronto será de noche; el sol acaba de ocultarse y el cielo está de un azul muy claro, pero sé por experiencia que no tarda en oscurecer.

Ambas bajamos por unas rocas y emprendemos camino hacia el Ombú, único punto de encuentro que hemos acordado entre los nueve. Dejo que ella dirija, ya que es más fácil así y parece gustarle.

_ Démonos prisa, no me gusta caminar en la oscuridad_ dice, apurando el paso. La imito, con la pregunta “¿Por qué?” atorada en mi garganta.

Luego de un rato caminando, caigo en la cuenta de que todo está oscuro y, aunque el estar cerca me tranquiliza, no puedo dejar de mirar hacia los costados, tentada a darme vuelta cada dos por tres. Los troncos de los árboles se confunden en la negrura y las copas, que hace un rato estaba encantada de mirar, incrementan la paranoia que en este momento me ataca; los arbustos de pronto parecen tomar forma, temo tropezar y, en el fondo, me siento infantil. Aún así, efectivamente, me volteo, esperando ver a un guardia real apuntando hacia mí con una espada. Por primera vez, mi imaginación no se aleja de la realidad.

Me paro en seco, pasmada, y de pronto tragar saliva me cuesta más que escalar un árbol. Sé que debo estar asustada y me sorprende de alguien como yo, pero no siento miedo, una sensación extraña burbujea en mi abdomen y sube lentamente hasta mi garganta, donde la detengo. Risa. Supongo que por lo irónico de la situación, o tal vez por el terror extremo que en este momento no soy capaz de localizar, pero de pronto deseo reír. Pero no necesito reprimirme, mi rostro se mantiene paralizado.

Da un paso hacia delante y la luna lo ilumina levemente. Es un hombre y lleva capa negra, con la capucha calada y la sombra de esta cubriendo su rostro. Entonces levanta la cabeza y consigo verlo claramente; me siento en una pesadilla, una de esas que hace tiempo no sueño. Es pálido, pero su piel parece brillar. Además de eso, todo lo que puedo notar son sus ojos verdes, su mirada. Una mirada oscura y vacía, la mirada de alguien cruel y fuerte, de alguien que puede acabar con una vida sin pestañear, de una máquina. La mirada de alguien que ha sufrido mucho.

Escucho como, a mis espaldas, Dasla también lo ve y, por algún motivo, no duda.

_ ¡Laia, cuidado!

Pero ya no lo tengo al alcance de la vista y, de pronto, un golpe me aturde. Esas últimas palabras las escucho lejanas, como si me estuviera hundiendo en un pozo y las gritaran desde arriba. Me hundo por completo y, entonces, todo es negro. Pierdo la conciencia.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Sinopsis


En época de monarquía, dos jóvenes lucharan por encontrarse a sí mismos.

Laia lleva siete años huyendo, ocultándose en el bosque y luchando por sobrevivir. Es amable y simpática  -un tanto aniñada, como diría quien no la conoce-, pero no habla desde que vio a su padre morir, atravesado con una espada enviada por el mismo rey. No quiere venganza, no tiene otra meta más que seguir con vida; segur con vida a toda costa. Pero la encuentran y tiene que emprender un largo viaje, arrastrada al castillo por el hombre más aterrador y hermoso que ha visto jamás.

Shasta era un niño de doce años cuando su padre se suicidó. Trabaja para el rey, entrenado para matar, como una máquina. No hay rastro en él de aquél muchacho que solía ser; todo lo que siente es odio, sobre todo por sí mismo. Pero todo cambia cuando recibe una más de las tantas misiones ha realizado con éxito. Llevar una chica de diecisiete años al castillo no es tan fácil como parece, sobre todo si su frío corazón reacciona cada vez que toca su piel…

Deberán enfrentarse a sí mismos, a su pasado, sus problemas y al mismo rey; pero, lo más difícil, deberán enfrentar al amor.

 

Prólogo


Su padre se agachó y la tomó de los hombros, con manos temblorosas. La niña vio como el sudor rodaba por su rostro, se deslizaba por su barbilla y caía al suelo. Notó los nervios en sus ojos y la palidez de su piel, además del temblor en sus manos, y, sin saber qué estaba pasando, la recorrió el miedo. Él intentó suavizar su expresión, pero todo lo que consiguió hacer fue una mueca de tristeza.

_ Lo siento_ dijo, mientras la estrechaba entre sus brazos con fuerza_ Quería algo mejor para ti.

Sólo cuando la soltó y se apartó un tanto, ella pudo ver que su padre lloraba. Sin que su mente entendiera la situación, hizo un enorme esfuerzo por contener las lágrimas, pues, inexplicablemente, su corazón lo comprendía todo. Él se secó el rostro con el dorso de la mano y de pronto su expresión se endureció.

_Ahora escucha. Esto va a ser muy difícil para ti, pero debes vivir cueste lo que cueste_ dijo, haciendo énfasis en esa última parte_. Prométeme que, no importa lo que pase o lo que veas, tu prioridad será seguir con vida.

_ Lo prometo, pe…

_ Escucha. Quiero que te escondas allí_ interrumpió, señalando el montículo de paja que ya tantos años tenía en ese lugar_. Y no se te ocurra salir, por nada. Quédate ahí hasta que todo haya pasado.

_ No entiendo_ dijo ella con voz quebrada, al borde del llanto.

Él sonrió, con un semblante desgarradoramente triste, y la abrazó una vez más. El último abrazo.

_ Mi niña…_ susurró, llorando. Pronto oyó el trote de caballos y, lentamente, la soltó._ Ve.

Ella, asustada, siguió al pie de la letra sus órdenes; se metió dentro del montículo, como tantas otras veces lo había hecho, intentando no temblar. Enseguida el trote de los caballos comenzó a oírse con más claridad y fue evidente que se dirigían hacia ellos; cuando se detuvieron frente a su casa, la curiosidad y el miedo la obligaron a echar un vistazo entre la paja. 

Eran guardias reales, tres; ella los había visto en más de una ocasión merodeando por el pueblo, con aquellas armaduras y siempre a caballo. Sabía que todo el mundo les temía, pero entonces no comprendía por qué.

Se bajaron de sus respectivas monturas y caminaron hacia su padre. Este parecía resignado a algo que ella aún no entendía. Intercambiaron palabras que no podía escuchar por mucho que lo intentara, sólo conseguía ver el movimiento de sus labios, las expresiones, los gestos; pero no eran suficientes para explicar la situación.  Entonces escuchó la voz de su padre, furiosa.

_ ¡Pues máteme, si mi respuesta no le complace!

Uno de los guardias desenfundó un espada que la niña apenas consiguió ver y, con una elegancia absurda en ese contexto, atravesó con ella el cuerpo del hombre. Este abrió la boca, falto de aire, y por ella comenzó a manar la sangre. Luego un fino hilo que brotó de su nariz y, por último, la mancha roja que se expandía en su remera. Entonces cayó. Primero de rodillas y, más tarde, por completo. Aún intentaba respirar, pero poco a poco la vida se le escapaba.

Los guardias comprobaron que estaba muerto y montaron sus caballos una vez más; sólo uno de ellos noto algo extraño en el cadáver, que aún, sin vida en sus ojos, se mantenía mirando fijamente el montículo de paja.

***

El niño se mantuvo mirando el cadáver de su padre, paralizado. El cuerpo se encontraba tirado en el suelo y aún sangraba; sus ojos se mantenían abiertos, mirando sin ver. Se acercó ligeramente, impactado, pero enseguida lo sujetaron del brazo y continuaron arrastrándolo, sin que él pudiera soltarse. No conseguía procesar la situación, su mente se mantenía en blanco. No lloraba por la muerte de su padre, no temía que lo mataran, no gritaba porque lo dejaran ir… Se dejaba arrastrar, con la mirada perdida, con la imagen de su padre muerto fija en su mente, sin saber que se mantendría allí muchos años más, que cada vez que cerrara los ojos estaría ahí, que soñaría con verlo caer desde la torre cada noche.

El guardia lo condujo a través del palacio, pasando por lujosas habitaciones y enormes salones con gente. Él sólo miraba el piso, sin verlo, como su padre. Pronto estuvo en aquella sala que ya conocía bien. El guardia lo soltó y él cayó de rodillas, frente al rey, que lo miraba sin interés. Él levantó la mirada y sus ojos se cruzaron; en ese instante supo que estaba frente a un demonio, un ser repugnante, con poco corazón y mucho estómago. El rey dejó de mirarlo a él y se dirigió al guardia.

_ ¿Qué ha pasado con su padre?

_ Se suicidó, mi rey_ respondió con sumisión.

_ Sucio cobarde_ susurró._ ¿Dejó algo para pagar la deuda?

_ Sólo al niño_ Lo levantó del suelo y lo empujó hacia delante, para que el rey pudiera verlo bien._ ¿Qué desea hacer con él, su majestad?

_ Mátalo_ dijo, sin darle muchas vueltas al asunto, como si se tratara de algo trivial, como si fuera uno más de tantos otros que habían muerto de la misma manera.

_Sí, mi rey.

El guardia lo tomó del brazo una vez más y, luego de lanzar una mirada de odio hacia el rey, el chico se dejó arrastrar, mientras la parte racional de su mente volvía y le susurraba que iba a morir una y otra vez, intentando asustarlo, hacerlo reaccionar. Pero él, a pesar de que poco a poco tomaba conciencia de lo que había pasado y de lo que pasaría, no dejó entrar el miedo; puso un muro entre sí mismo y los sentimientos  y comenzó a pensar en una manera de seguir con vida, de escapar. Pero no fue necesario.

_ Espera_ ordenó el rey. El guarda se detuvo en la puerta y se volteó, inmediatamente. El niño lo hizo con más lentitud._ Olvida lo que dije. Podría sernos útil.

_ No quiero serle útil, su alteza_ dijo el chico, con un odio en la mirada que, de haber salido de un hombre, habría aterrado al más valiente._ Puede matarme, a cambio.

_ ¿Por qué no quieres?_ preguntó el rey, malicioso.

_ Usted es un demonio_ respondió, con la sinceridad de un niño que sólo ha vivido doce años. El hombre lo miró a los ojos y sonrío, sombrío, como quien tiene grandes planes.

_ Entonces haremos de ti un demonio, también.